martes, 27 de noviembre de 2012

El Gran Poder: Moreno Murube








Un solo compás mueve el ritmo de los cofrades del Gran Poder al salir de su capilla, y un solo compás mueve a los cofrades del Gran Poder al entrar.

 ¡Ah! Pero hay una variante radical en ambos espectáculos. Si la Semana Santa de Sevilla es un espectáculo único en el mundo, no es sólo por la riqueza y el arte peregrino de su imaginería, sino también porque parece que la ciudad esté hecha, sucintamente, para este desfile de Dios por la calle. El balcón bajo, la calle estrecha, la pared de cal y la maceta en el pretil de la azotea, es el oratorio, ante el cielo, el muro de plata, el alto florero bajo la luz del sol, nacidos de una arquitectura propia en una ciudad que, como ninguna otra, sabe tener sus calles, sus casas y sus plazas con esa armonía y recogimientos dignos del paso de un Dios, dignos del tránsito de una Virgen. 

Son muy distintas las luces del Gran Poder al salir de su iglesia, al filo de media madrugada, y al tornar a ella, cuando el alba del día más doloroso pone cárdenos brochazos en el oro indeciso de un sol que pronto sucumbirá entre nubes. El Gran Poder es magnífico en la negrura de la noche. Su efigie es tal vez la más gitana de Sevilla, la de tez más quemada por el sudor y la sangre reseca. Este rostro de dura agonía tiene un brillo siniestro en la madrugada. En sus gotas de sudor -Jesús no llora-, se quiebran las aristas de las luces y el bisel fino de las más remotas estrellas. Es el dolor negro de todos los pecados del mundo, en el negro horizonte de la noche de penitencia. Pero luego viene el alba. Es primero una franja morada, una franja de luz nazarena en todos los finales de las calles, en todos los trechos de cielo que se columbran al paso. Hace frío del amanecer. Se piensa que en la soledad de los campos habrá de reinar una sensación de expectación y de dolor igual a la que invade a la ciudad. 

El Gran Poder llega a su puerta. Ha desaparecido ese público de un valor mitológico que, como un monstruo, macizó de espanto y silencio el momento terrible de la salida; ahora son caras mañaneras, humildes: mozas de velo y ancianas de peina baja y velito de ternura; niños, ancianos.

Ahora no hay silencio en la plaza; hay un rumor maravilloso, un canto suave que hermana con el ruido de las hojas de los árboles. Es la madre que reza, es la mujer que reza, es el niño que reza.







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